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Estado de ánimo: "¡Playas desbordadas!"

En las playas públicas han llegado muchos granitos de arena para frenar el famoso estribillo Vamos a la playa.

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Estado de ánimo: "¡Playas desbordadas!"

En las playas públicas han llegado muchos granitos de arena para frenar el famoso estribillo Vamos a la playa. La orilla tiene el blues. Y una primera observación salta a la vista: los únicos reflejos que parecen interesar a los veraneantes ya no son los del sol poniente sobre la espuma, sino los del aceite bronceador sobre cuerpos recubiertos para Instagram. Un alarde de carne del que podríamos prescindir, con unas tetas que ya ni los niños hacen reir, y esos tanguitas tan inmodestas, que les quedan un poco grandes.

Solíamos ir a la playa con la familia y ciertas costumbres marcaban este abarrotado. El ritual comenzaba con unos golpes de mazo en la punta de la sombrilla, bajo los cuales se colocaba una hielera y, a veces, también la abuela. Uno marcaba el territorio plantando un seto de asientos Lafuma en colores deslumbrantes que la edad hacía menos vívidos, pero que seguían siendo, durante los veranos, el hito cromático de la tribu.

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Era hora de cambiar, porque íbamos a la playa vestidos. La idea de cruzar la ciudad en traje de baño nunca se le ocurrió a nadie (hoy los alcaldes se ven obligados a dictar decretos para obligar a la gente a usar ropa…). Las gimnásticas fueron atrevidas y el gesto arriesgado, de modo que se deslizó una prenda interior, cuyo aspecto bajo la toalla ató las gargantas de los entrenadores. Y si, por una ráfaga de viento desagradable, se descubriera una nalga, miraríamos hacia otro lado mientras el infortunado se sonrojaba de vergüenza.

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Il faut revoir les films des eighties de Michel Lang (L'Hôtel de la Plage…) pour se souvenir de ses plages du savoir-vivre, où les habitués se saluaient aimablement, et où des ados facétieux nouaient connaissance dans le tranquille clapotis des amours de vacaciones. Nuestra "gran era", su cuota de llagas, "bidochones" y, en ocasiones, pequeñas huelgas han acabado con la playa popular y pública de nuestra infancia. Toallas mano a mano, niños mal educados, coqueteos groseros, música a todo volumen… han hecho que ciertas orillas sean poco frecuentes.

¡Sientes menos el rocío que la confusión! Los CRS de las playas, más populares sobre la arena que sobre el pavimento, exhiben, bajo camisetas inmaculadas, sus músculos un tanto salientes provocando más las ganas que la ira de los estudiantes o el miedo de los matones. Por eso, nos turnamos para bañarnos, para no dejar nuestras pertenencias desatendidas, y no quitamos un ojo de encima a nuestros retoños, que ya no solo están expuestos al sol, sino a veces a lo peor.

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Ganar las olas sigue siendo peligroso. Pisando toallas y cuerpos abandonados, de alguna manera, acabamos llegando al mar, no sin mojarnos los bañadores, a veces a costa de recibir una andanada de insultos. Luego viene nadando, dentro de un perímetro de boyas, una triste frontera plástica, que nos priva de la imaginación marina. Todavía hay que aguantar los chapoteos en el agua de un imbécil que se cree solo o de un puñado de gente ilusionada que no se da cuenta de que no lo está.

En definitiva, las buenas costumbres han abandonado nuestras playas y nos obligan a refugiarnos en espacios privados, supuestamente más acogedores. Las tumbonas con "relojes de tiempo" se están instalando como modelo. Tenemos que pagar para acostarnos. Y, en tiempos tristes, ya no hay espacio para construir castillos de arena.

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